Fina Bilbao y Fita la del "Colorao"

Nos recibe Fina en su casa una tarde de otoño. Su madre, con 98 años cumplidos, permanece sentada en un sillón junto a la ventana. Nos instalamos en el patio de lleno de luz, desde donde se puede divisar a la anciana en todo momento.

Un poco después aparece Fita, que se presenta con su apodo. Nuestra anfitriona comenta haber nacido en esta misma casa, hace setenta y cinco años, el hogar que había sido propiedad de su abuelo.

Su amiga, un año menor, nació en Castilleja de la Cuesta, muy cerca de la calle Real, aunque se trasladó a Tomares poco tiempo después.

La conversación se inicia mientras Fina nos invita a un café que rehusamos tomar, por miedo a los desvelos nocturnos

Feministas de Tomares¿Cuándo empezasteis a trabajar?

Fina: Yo empecé a trabajar con trece años. Después vino una ley que prohibía trabajar antes de los 14 años, así que esperé unas semanas en mi casa hasta que los cumplí. Empecé a trabajar en el almacén de Los Porres, que se e
ncontraba frente a la actual Peña Sevillista. Allí trabajábamos gente de todos los pueblos: Bormujos, Camas, San Juan, Gines… Todo el mundo venía buscando un sueldo, más chico o más grande, pero un sueldo.

La mayoría éramos mujeres. También había hombres que hacían labores de toneleros, de descarga, llenando pilones…  Aunque las mujeres también realizaban estos trabajos. Existían diferentes oficios en el almacén: rellenando aceitunas, deshuesando, escogiendo en la máquina o cubriendo los bocoyes para enviarlos a América, porque la producción iba para Estados Unidos.

Comencé a trabajar tan joven porque en mi casa no entraba dinero. Mi madre, la pobre, no quería que yo me fuera a trabajar tan chica, pero yo lloraba por irme. Me llevó mi madre, que ya trabajaba en el almacén. Después, también se colocó mi hermano empujando los bocoyes.

Mi padre había abandonado a mi madre que, sola con los tres hijos, vivía con su padre en esta misma casa.

Fita: Yo empecé a trabajar con los 11 años recién cumplidos en esa misma fábrica. Mi madre fue a buscar trabajo para ella, pero no había. Entonces, el maestro le dijo que hacía falta una chiquilla para coger las aceitunas del suelo. A mi madre le daba pena ponerme a trabajar tan pequeña, pero yo le dije que al día siguiente me incorporaba y eso hice. 

Mi madre habló con la maestra, que se apenó de que yo dejara el colegio, pero no había más remedio, porque se necesitaba mi jornal.

En esta faena, como “rabera”, estuve desde los 11 hasta los quince años. También ayudaba a las demás mujeres cuando se atrasaban en su tarea. 

Fina:Nosotras trabajábamos por cuenta. Había personas que no tenían la misma habilidad que otras para rellenar las aceitunas. Otras se sacaban un sueldo bastante bueno en aquella época, ya que dependía de la rapidez. Algunas sufrían mucho porque no llegaban a la tara, es decir, a la cantidad mínima que les permitía cobrar cada sábado.

A veces, las compañeras les reunían un plato para que alcanzaran la tara del día. 

FTSe deduce que había compañerismo.

Fina: Había buenas personas. Nunca me he reído más en mi vida, a pesar de las dificultades. Nos contábamos las penas de las casas, con la carencia, porque debíamos en la tienda, había que pedir fiado, nos cortaban la luz… Unas botas katiuskas, que eran de goma, eran un lujo. Nos pasábamos el día chorreando en la fábrica, los tablones se salían. Cuando el almacén se quedaba parado, la madera se abría, se hinchaba y ya no goteaba tanto. Pero podía caerte una gotera en el muslo, en la pierna o aguantar los pies mojados todo el día. 

Después me fui a trabajar a San Juan durante nueve años. Yo no tenía paraguas. Ni yo ni ninguna. Me iba a las seis de la mañana con un trapo encima y una copita con candela, que echaba muchas chispas. Íbamos “chorreandito”, corriendo, corriendo. No te podías quedar detrás, porque en el camino había moreras y las moreras en la noche daban mucho miedo. 

FT: En aquella época, en el Aljarafe había muchos almacenes de aceitunas

Fina: En San Juan había muchas mujeres trabajando. De San Juan, de Coria, de Mairena… Había alrededor de ochocientas mujeres. 

Fita: Donde actualmente se sitúa la Plaza del Ayuntamiento, existía otro almacén de aceitunas, el de Trujillo. 

Fina: También fuimos a Valencina a trabajar. Íbamos andando. Nos levantábamos a las cinco de la mañana y volvíamos a las siete de la tarde. 

Fita:Cuando yo empecé, entraba a las seis, salía a las dos, me enganchaba a las tres y a hasta las diez de la noche. 

Fina: En cada tablón, nos sentábamos hasta catorce mujeres. Eran unos bancos muy bajitos, unas mesas largas. Nos echaban las aceitunas en medio y empezábamos a rellenar aceitunas. Desde que nos sentábamos, aquello parecía un pasillo de comedia. Cada una contaba una anécdota, unas de risa, otras de pena. Una nos hablaba de un libro que estaba leyendo, otra de una novela que escuchaba. Incluso había alguna que otra peleílla.  Así pasábamos los días. Estábamos más tiempo con las compañeras que con las familias. 

FT: ¿Conocían ustedes a los dueños de las fábricas?

Fina: Los dueños entraban vestidos como era normal en aquel tiempo: el traje, el pelo peinado hacia atrás…Se asomaban y todo el mundo levantaba la cabeza: “El señorito, el señorito. Ahí está el señorito”. Tenían a sus encargados, pero los dueños no entraban, solo miraban.

FT:¿Qué sueldo cobrabais en vuestros comienzos?

Fina: La primera semana me dieron 27 pesetas y era muy poco dinero. Entré de aprendiza, las aprendizas recogían las aceitunas rotas y con ellas hacían una crema. La primera semana que me dieron las 27 pesetas, me sentó muy mal. Hablé con el maestro y le dije que quería rellenar. Yo no lo había hecho nunca, pero había visto a las mujeres y le aseguré al maestro que sabía hacerlo. Me senté a rellenar y la segunda semana gané 38 duros. 

Entonces venían mujeres muy enlutadas, con mucha pena. Con treinta años parecía que tuvieran sesenta. Me veían a mí, que siempre estaba de guasa, riendo con una y otra, pensaban que no era posible que yo ganara ese sueldo. Porque la habilidad estaba en la mano. Había que partir un trocito de pimiento, doblarlo y meterlo en el agujero de la aceituna.  

La conversación se interrumpe porque Fina tiene que atender a su madre. Recogemos el patio y continuamos en la sala.

FT: ¿Se sentían discriminadas en la fábrica por ser mujeres?

Fina: Los hombres ganaban más que nosotras, pero lo veíamos como algo natural. No conocíamos que pudiera ser de otro modo. Pensábamos que era normal que los hombres fueran más fuertes, tuvieran más poder, tenían derecho a pegar, a sujetarte toda la vida en tu casa. Las mujeres no éramos dueñas de nuestra vida.

FT: ¿Cambió sus vidas la democracia?

Fita: Yo me coloqué en el Ayuntamiento como limpiadora. 

Fina: Subieron los sueldos y había más trabajo. Pudimos comprar solares y todo lo necesario para las casas. Se compraban camas y colchones, porque los que teníamos eran una birria. Se podría escribir un libro sobre la pobreza en la que vivíamos. Solo descansábamos los domingos y teníamos que entregar el sueldo entero en casa.

FT: ¿No teníais vacaciones?

Fina: No, pero después nos hemos desquitado. Hemos ido a muchos y buenos lugares de vacaciones.

Cuenta Fina que, hasta su jubilación, nunca dejó de buscar un jornal. Cuando no había trabajo en el almacén se empleaba limpiando casas. Gracias a ello, también disfrutaron todo lo posible.

Fina y Fita nos relatan sus viajes por Europa, sus veraneos en la playa. Se ríen al recordar el cheque tren con 20.000 kilómetros que adquirieron y la noche que pasaron en Venta de Baños; el viaje a Barcelona donde se volvieron sin visitar la Sagrada Familia. 

Nos despedimos de estas dos mujeres inteligentes y tiernas, que no tuvieron la oportunidad de estudiar y tienen mucho que enseñar, con el deseo de seguir escuchando sus historias infinitas.

Hemos venido a conocer el trabajo de las olivareras de Tomares y nos llevamos aprendida una lección de vida, la capacidad para defender la alegría a pesar de las dificultades.

 

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